Estábamos en algún lugar de las sierras de Córdoba, cerca de Mina Clavero, cuando comenzó el valet cósmico. La luna llena iluminaba la superficie de Marte y las luces del auto dibujaban el oscuro camino de la carretera; curvas y contra curvas infinitas en dirección a la mejor parte de ese viaje, la incertidumbre.
Por alguna razón que no podremos recordar nunca llegamos al recital de Metallica en el estadio Orfeo de Córdoba y la directiva del Dr. Porcino fue imperativa: “Traigan una historia, no me importa sobre qué”.
Había dos carriles por donde conducir, el nuestro y el que traía los pocos autos que venían de frente. El único cartel que vimos estaba oxidado, oculto en la maleza y con las letras borrosas, como si alguna fuerza extraña y superior no quisiera que llegáramos a destino.
Con cada curva la perspectiva cambiaba de lugar; seguimos manejando sin parar ante un paisaje que mechaba las luces de Córdoba capital con las fastuosas sierras que se erguían frente a nosotros. A mi lado manejaba Chuk, nuestro productor ejecutivo y ocasional chofer de estas violentas travesías salvajes. Atrás estaba uno de nuestros fotógrafos, Milton el Ermitaño, que seguía con la frustrante tarea de enfocar la superficie del planeta rojo en la lente de su cámara. La música del disco Máscaras de sal de Las Pelotas sonorizaba la nada y el parabrisas no dejaba de proyectar las líneas blancas y amarillas que atravesaban el asfalto. Pura reflexión mística, nadie sabía lo que nos deparaba el viaje...
Nuestra primer idea fue llegar a Mina Clavero, el “mayor centro turístico del valle de Traslasierra” según el suplemento de viajes de Clarinete. Arribamos a la ciudad alrededor de las 5 de la mañana, cansados de tanto manejar y ansiosos por conocer el lugar. Con semejante cruza de emociones nos fuimos a una playa del centro, cerca de un patio cervecero cerrado y del Mina Clavero Rock and Roll Bar. El plan era tirarnos en el arenoso suelo frío y rocoso para contemplar el amanecer hasta encontrar un lugar donde desayunar. La playa no era nada agradable: el nivel del agua llegaba a los tobillos y la arena parecía escombro triturado. Alrededor de las 6:30 nos enteramos de que las panaderías abrirían después de las 8:00. Decidimos dormir en una casa abandonada que estaban a punto de demoler, sobre colchones viejos sin sabanas. Una posada llena de bichos y gallinas que cacareaban antes del amanecer, al lado de un terreno baldío con vista al valle... no fue nada fácil descansar allí...
Despertamos cerca del mediodía, agobiados por el calor, con hambre y mucho sueño acumulado, el peor coctel para una mente desordenada. En Mina Clavero ocurre un hecho curioso: entre las 11:30 y las 13 es muy tarde para desayunar y muy temprano para almorzar. No importa cuánto supliques, cuánto dinero ofrezcas, nadie te sirve nada; de hecho deciden tomarse los últimos cafés los empleados del bar frente a tus ojos antes de dártelos. De esa manera terminamos en una estación de servicio en el centro, donde pudimos tomar un café con medialunas y un jugo de naranja.
Inmediatamente después de saciar nuestra primera necesidad, se largó a llover torrencialmente con gotas largas y gruesas que lastimaban al mojar. En muy poco tiempo, bajo la lluvia pudimos encontrar una casa barata y confortable donde dormir. Se la alquilamos a una persona que la ofrecía con un cartel en la calle, a pesar de que una camioneta con un megáfono recomendaba de manera insistente no alquilarles a estas personas porque no tenían todo en regla para rentar sus viviendas.
Por la tarde dejó de llover y pudimos visitar uno de esos balnearios con ollas de agua mansa. Luego de caminar alrededor de un kilómetro por rocas apiladas, pude descansar sobre una piedra intermedia entre los hermosos paisajes pintados de ese verde desértico que siempre queda lejos. Cerca estaba El nido del Águila, una de las playas más concurridas de la zona. De cuando en cuando podía ver algún lugareño intrépido que se lanzaba de 12 metros al agua, sobrevolando cual clavadista olímpico sobre las filosas puntas de los acantilados. Intenté escribir una historia pero no me salió nada. Ya me había enterado de que Metallica había dado un show histórico en el Orfeo, habían sonado Hit the ligths, Welcome home (Sanitarium) y Damage Inc. Nada que decir sobre eso. El libro guía del Doctor G arrojaba preguntas que mucho se asimilaban a este dilema: “¿Qué era el reportaje? Nadie se había molestado en decirlo”. Lo único que sabía sobre Mina Clavero era que Hebe de Bonnafini había ido ahí de luna de miel cuando se casó.
Una noche en la ciudad y una emboscada criminal
Pasamos la noche en la ciudad y despertamos a la mañana siguiente con un calor insoportable. Había vómito en el piso y no sabíamos de quién era. En el patio de la casa había una parrilla y estaba todo revuelto; las botellas de cerveza y vino estaban apiladas por toda la habitación. Un puñado de hamburguesas quemadas y frías estaban pegadas en las paredes y nuestra ropa estaba mojada secándose al sol sobre las rejas de la propiedad. No sabíamos qué había sucedido la noche anterior…
Esto no podía ser tan obvio, parecía una copia barata del último día del viaje a Las Vegas. Comenzamos a recapitular la noche y nos dimos cuenta de que con nosotros en la casa estaba durmiendo Nelson Ladoble, otro cómplice de nuestra publicación que estaba allí y que habíamos encontrado de casualidad unidos por esas fuerzas místicas que nos persiguen. Él tampoco recordaba nada pero afirmaba con seguridad que no habíamos estado ni en el casino ni en una discoteca. A su mente sólo venían imágenes sobre todos nosotros juntos en un balcón, pero nada más.
Limpiamos lo que pudimos y decidimos irnos antes de que la dueña de casa regresara. Nuestro vecino, muy amablemente, nos contó que un grupo de gente preguntó de quién era la ropa colgada en la reja. Él nos cubrió porque parecían una turba iracunda dispuesta a lincharnos. Según le contaron, buscaban a un grupo de pibes que a la madrugada habían estado en el balcón de un bar en la calle peatonal. Al parecer, esos “forajidos”, estaban empapados de líquido y se la habían pasado insultando a mucha gente desde las alturas. Además, cuando se fueron de su torre, rompieron vasos y sillas e insultaron al personal.
Bueno, esa era la señal que esperábamos para darnos cuenta de que de ese lugar no nos íbamos a llevar una historia. Cargamos el auto y nos fuimos rumbo a Villa General Belgrano. Sabía que ahí podría escribir sobre los inmigrantes nazis, los indios comechingones o acerca del Che Guevara. Logramos escapar sin que nadie nos viera, pero cuando habíamos hecho un par de millas por la ruta nos paró la policía. Perfecto, al fin estábamos al horno, inmersos en una tragedia griega y listos para entregarnos a un tribunal fascista: “No, oficial, nosotros no insultamos a nadie, venimos de capital, somos periodistas y estamos buscando una historia porque nos perdimos el recital de Metallica”. No podía funcionar.
Nos hicieron descender del vehiculo y nos solicitaron los papeles del auto. “Tienen que circular con las luces bajas encendidas y no con las de posición”, dijo el oficial a modo de comunicado. Al parecer, había un cartel que solicitaba esa medida de seguridad unos metros atrás, pero era mentira. El monto de la multa fue 184 pesos con 95 centavos. Un robótico Cabo Matías E. Ledesma, apostado en el puesto Cañada Larga, nos aplicó el escarmiento. Muchas personas piensan que en esas situaciones hay que pedir disculpas y piedad. Eso es un error, provoca desprecio en el corazón del poli. Comenzamos a discutir junto a otras diez personas que habían sufrido la misma injusticia. Mientras tanto, pasaban por la ruta decenas de autos con las luces directamente apagadas, pero eso no les importaba, la directiva del municipio era facturar y responder con rostro indiferente a las quejas de los conductores detenidos al azar, números para incrementar las arcas del verano. “Hace 20 años que trabajo en turismo y siempre hacen esto, espantan a los visitantes y no quieren volver más”, gritaba un cordobés damnificado.
Con nosotros lo lograron, ya no queríamos volver más ni quejarnos por la multa, de todas maneras nunca la vamos a pagar. No les importó que lleváramos todo en orden en el auto, con los papeles al día, sin una gota de alcohol en sangre y con los cinturones de seguridad puestos. Se aferraron a nuestro único error inventado por ellos mismos cual impuesto a pantalones bombachos y no nos la dejaron pasar; por suerte no encontraron las drogas y las armas que llevábamos en el auto.
San Alejandro y los sitios sin niebla
Seguimos por la ruta y se largó a llover torrencialmente de nuevo, peor que el día anterior. La niebla no dejaba ver a más de diez metros a la redonda y no podíamos superar los 30 por hora. A pocos kilómetros había sucedido un accidente: un choque en cadena que involucró a nueve autos. Vagábamos por la ruta con un hueco en la puerta del acompañante que hacía llover dentro del vehiculo, a punto de colisionar con aquello que no viéramos a tiempo.
Lo único que atiné a pensar fue en poner de nuevo el viejo disco de Las Pelotas como una especie de guía. Mi teoría era que el Bocha Alejandro Sokol, enterrado en Traslasierra un año atrás luego de su lamentable muerte, nos podría guiar en esa ruta complicada al igual que nos guió en la sierra oscura y serpenteante de cuando llegamos.
El auto de adelante nos guiaba con una agónica baliza y el de atrás nos seguía de cerca lentamente, los dos a diez metros de distancia, difusos entre el agua y la niebla. Los acordes sonaban fuertes y la voz del Bocha sonaba a chamán mitológico. La letra fue claramente iluminadora: “Yo te podría enfocar hasta los sitios sin niebla”. El tema estalló y un milagro espiritual corrió el velo de vapor y terminó con el diluvio: un cambio de clima inexplicable que permitió que volviéramos a ver la línea del horizonte. Nadie podía explicarlo, nadie podía dejar de gritar, nadie nos iba a creer, pero pasó... el Bocha sumó un milagro a la lista para canonizarlo...
Continuará...
Dr. Bersington
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